9 de diciembre de 2008

filosofía mundana (capítulo tropecientos)

Querido viernes,

Hoy por fin vuelvo a estar estable. El aparatito ese que sale en las películas de médicos vuelve a dar un pulso relativamente bajo.

Miércoles vino mamá con una tarrina de dos litros de helado y la primera temporada de La familia Adams al completo y la original. Sólo ella puede tener este material tan destornillante. Mamá cree que ese tópico de ver películas tristes cuando estas triste es la idiotez más grande que haya en el mundo y dice que contra el dolor lo mejor son las carcajadas y yo me lo creo porque casi nunca la he visto llorar. Señal de que funciona.

Ayer cometí una de mis primeras rutinas pos-relación. Llamé a Al y Al se quedó a dormir en mi casa, en mi cama (porque sólo hay una cama y el sofá no estaba en condiciones) abrazándome toda la noche y seguramente maldiciendo el día en que aceptó hacerme de pañuelo. Al es así. Nosotros somos así. Él me quiere aunque la vida aun no ha querido que lo sepa y yo le quiero des de que le conocí. No me gusta forzar al destino así que no le he confesado nada. Vale, quizá también influya el echo de que un día me dijo que a la que uno de los dos se enamorara ya no volveríamos a dormir juntos.

No es que no haya querido a mis príncipes. Al último le quería bastante pero Al es diferente, es aquél que todas las chicas sabemos que aun que te cases estará en un rincón y muchas noches cuando te acuestes con tu marido te vendrá su imagen a la cabeza y pensarás “qué hubiera sido de nosotros si...”. Al es uno de esos amigos que cuando he roto con alguien me coge de la mano y me susurra “no sé que decirte, ya sabes que para lo que necesites me llamas” y siempre me muero de ganas de responder “necesito que te quedes en mi cama cada noche” pero eso nunca ocurre.

Cuando las luces empiezan a cerrar los ojos como si un dedo mágico les rozara el cristal, la ciudad se despierta, pasan las últimas ambulancias, los barrenderos mojan las calles para el día caluroso que vendrá Al se levanta. Las persianas de hierro de los comercios más viejos se levantan. A alguna le haría falta un poco de aceite porque siempre emiten ese silbato estremecedor al subir. Al se queda de pie en el balcón apoyado en la barandilla oxidada respirando el único aire fresco que habrá en todo el día con los ojos entreabiertos. Siempre susurra “Hoy será un día largo”. Se me queda mirando. Cuando se levanta siempre estoy despierta pero me gusta que me mire a través del cristal de la ventana que siempre ajusta para que no me entre demasiado ruido. Cuando le coje frío y se acaba el cigarrillo entra y después de apagarme el despertador antes de que suene decide despertarme diciéndome que nos hemos dormido y que es muy tarde cuando de verdad ya se que hora es porque lo he visto cuando me he girado, en la otra mesilla. Yo intento alargar este momento pero cuando se pone la camiseta ya sé que en menos de cinco minutos estará en la calle y yo me habré quedado como una tonta mirando la puerta, repasando suavemente sus palabras en mi mente mientras el microondas me calienta un Cola-Cao.


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