13 de diciembre de 2008

continuación de ayer

Querido sábado,

Siempre es lo mismo. Y siempre sueño con él.

Al es esa meta, más de picardía que de puro amor, que se cuela al final de mis días entre los sueños.
Me repito mil veces cómo se acurruca entre mis sábanas y yo reposo llorando la cabeza en su torso mientras me acaricia el cuello.
Juro haber soñado con nuestros hijos, ¡Yo que me reafirmo negando maternidad alguna!
Alguna vez he llegado a soñar que a penas nos conocíamos, que nos veíamos por la calle y ni me miraba y mi desesperación era tal que siempre me despertaba sobresaltada, pero eso lo he soñado pocas veces...

A Al lo conocí por unos amigos en común. Me habían hablado mucho de él pero la verdad es que todo el mundo lo hace. Todos admiran a Al, un chaval que juega al fútbol, toca el saxo, tenía un programa en la radio local y su estatus siempre ha sido entre alto y supremo. Me pareció vulgar aunque no niego que como hombre atrae hasta la médula pero un tío que juega al fútbol y que su cara y su número de teléfono están en todos los móviles de las adolescentes enloquecidas de la ciudad, des de mi punto de vista, le quitaba puntos.
Un día coincidimos en una fiesta y él aseguró que nos conocíamos haciendo que nuestros amigos se ahorrasen las presentaciones y se largaran. Confieso: yo no le conocía. Soy un desastre con las caras de la gente y fui incapaz de saber quien era. Él sabia mi nombre, mis apellidos, mi deporte favorito y hasta el instituto que fui. Se presentó “soy Alberto, ¿no te acuerdas de mi? Nos vimos en la fiesta de cumpleaños de Carlos. Pusimos la mesa juntos”. En ese momento quería morirme. Fuimos al mismo cumpleaños, pasamos toda la tarde juntos y ni me acordaba de su cara. Claro que la primera vez iba como un tipo normal. Llevaba gafas porque tiene un poco de miopía pero le sientan perfectamente, una camisa blanca con finísimas rayas azules vieja y unas bermudas negras tejanas con unas chanclas. En cambio, en la segunda fiesta no llevaba gafas, la camiseta era de una marca muy muy cara, los pantalones eran blancos y las zapatillas eran unas deportivas compradas en Londres. Le miré de arriba a bajo y me dijo “sabes que no soy así pero aquí no me conocen”. Al es un cabrón de poca monta. Va de duro, todos creen que lo es, creen que no se acuerda de las cosas porque no le interesa nada aparte del fútbol y las chicas y no es así. Se acuerda de todo lo que él considera importante.
El caso es que desde entonces coincidimos en varias cenas, íbamos al mismo campus universitario, salíamos por los mismo bares los jueves y empezamos a ir juntos a la universidad en coche. Yo creo que en los coches es donde se conoce de verdad a la gente porque se tiene que hablar para romper el insaciable silencio. Déjate de discotecas, de bares de moda y esas cosas. Tú conoces a alguien cuando os pegáis horas cerrados en un coche.
Al se empezó a abrir poco a poco, me contó algún traspiés que tenía con chicas que le acosaban y no sabía como evitarlo y yo, confieso que por miedo a su mirada de inexpresión de siempre, le conté alguna historia de las mías, medio real, medio fantástica que consiguió esbozarle una sonrisa de complicidad.

9 de diciembre de 2008

filosofía mundana (capítulo tropecientos)

Querido viernes,

Hoy por fin vuelvo a estar estable. El aparatito ese que sale en las películas de médicos vuelve a dar un pulso relativamente bajo.

Miércoles vino mamá con una tarrina de dos litros de helado y la primera temporada de La familia Adams al completo y la original. Sólo ella puede tener este material tan destornillante. Mamá cree que ese tópico de ver películas tristes cuando estas triste es la idiotez más grande que haya en el mundo y dice que contra el dolor lo mejor son las carcajadas y yo me lo creo porque casi nunca la he visto llorar. Señal de que funciona.

Ayer cometí una de mis primeras rutinas pos-relación. Llamé a Al y Al se quedó a dormir en mi casa, en mi cama (porque sólo hay una cama y el sofá no estaba en condiciones) abrazándome toda la noche y seguramente maldiciendo el día en que aceptó hacerme de pañuelo. Al es así. Nosotros somos así. Él me quiere aunque la vida aun no ha querido que lo sepa y yo le quiero des de que le conocí. No me gusta forzar al destino así que no le he confesado nada. Vale, quizá también influya el echo de que un día me dijo que a la que uno de los dos se enamorara ya no volveríamos a dormir juntos.

No es que no haya querido a mis príncipes. Al último le quería bastante pero Al es diferente, es aquél que todas las chicas sabemos que aun que te cases estará en un rincón y muchas noches cuando te acuestes con tu marido te vendrá su imagen a la cabeza y pensarás “qué hubiera sido de nosotros si...”. Al es uno de esos amigos que cuando he roto con alguien me coge de la mano y me susurra “no sé que decirte, ya sabes que para lo que necesites me llamas” y siempre me muero de ganas de responder “necesito que te quedes en mi cama cada noche” pero eso nunca ocurre.

Cuando las luces empiezan a cerrar los ojos como si un dedo mágico les rozara el cristal, la ciudad se despierta, pasan las últimas ambulancias, los barrenderos mojan las calles para el día caluroso que vendrá Al se levanta. Las persianas de hierro de los comercios más viejos se levantan. A alguna le haría falta un poco de aceite porque siempre emiten ese silbato estremecedor al subir. Al se queda de pie en el balcón apoyado en la barandilla oxidada respirando el único aire fresco que habrá en todo el día con los ojos entreabiertos. Siempre susurra “Hoy será un día largo”. Se me queda mirando. Cuando se levanta siempre estoy despierta pero me gusta que me mire a través del cristal de la ventana que siempre ajusta para que no me entre demasiado ruido. Cuando le coje frío y se acaba el cigarrillo entra y después de apagarme el despertador antes de que suene decide despertarme diciéndome que nos hemos dormido y que es muy tarde cuando de verdad ya se que hora es porque lo he visto cuando me he girado, en la otra mesilla. Yo intento alargar este momento pero cuando se pone la camiseta ya sé que en menos de cinco minutos estará en la calle y yo me habré quedado como una tonta mirando la puerta, repasando suavemente sus palabras en mi mente mientras el microondas me calienta un Cola-Cao.