13 de septiembre de 2009

filosofía mundana (otro viaje)

Suena el despertador de la habitación contigua. Mientras, acabo de cerrar, arrodillada sobre la maleta (como si rezara al Dios del tiempo para que lo parara) los últimos recuerdos que muerden esquinas.
Salgo al pasillo de la que durante dos semanas ha sido mi casa y entonces pienso que, si la vida siguiera en ese punto para siempre, me acabaría de cruzar con un par de buenas amigas, algún amor imposible y, quizá, quien sabe, si con el que hubiese compartido mi vida en una granja del norte de Alemania, con un perro guardián vigilando las cosechas y dos preciosas niñas rubias correteando descalzas entre las sábanas tendidas al viento. Pero las ruedas de la trolley sólo me cruzan a un par de mujeres que se funden conmigo en un abrazo, me cruzo con el que no se atreve a mirarme mientras me susurra que no me vaya, y por último, los ojos más bonitos que he visto en mi vida, los ojos color azul cielo de verano, los ojos que me llevan al mar, los ojos que tendrían las dos niñas, los ojos por los que hubiese dejado la maleta, mi vida entera, hasta a Yago si me hubiese dicho "te quiero". Pero no lo hace, sólo dice mi nombre y me acompaña hasta la estación como uno más. Se espera detrás de todos, como quien quiere ser el último en decirme "hasta nunca". Y llega el tren y todos se apartan menos dos.
Los ojos azules no saben como actuar, parece como si nunca se hubiesen despedido de alguien, como si no supieran qué se tiene que hacer cuando el amor de tu vida está a punto de subir al tren. Nos hacen una foto juntos, nos abrazamos y de golpe es como si volviéramos a ser dos desconocidos.
Por último, Lukas, el ingeniero, el que no me miró en el pasillo, ahora no me aparta los ojos. Nos abrazamos y mientras escondo mi cara en su cuello como una niña pequeña que se quiere sentir a salvo, me susurra "Why?" y no le sé contestar. Él tampoco entiende de despedidas pero no muestra su inseguridad ni un momento, sólo cuando estoy en el tren y las puertas hacen que nos soltemos la mano. Entonces, mientras corre al lado del tren hasta que se acaba la estación, veo un niño de 10 años que dice adiós con la mano y entonces dudo si no será Lukas en lugar de los ojos azul cielo o en lugar de Yago con el que quiero vivir. Pero ya no me da tiempo de decirle nada y entonces rompo a llorar hasta el primer transbordo.

Esto ha sido el final de mis dos semanas en el norte de Alemania, colaborando con el centro de investigación de Peenemünde dónde he ido en representación de nuestra empresa pero esto, el trabajo, ha sido lo de menos.

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