22 de septiembre de 2009

filosofía mundana (Moritz)

Querido martes,

Llevo la camiseta salpicada de tomate después de comer los pasados espaguetis que se me han enganchado, el calcetín que debería hacer el par con el que llevo puesto en el pie derecho ha sido devorado por la lavadora hace escasos minutos y el intento de recuperación se ha visto truncado por el porrazo que me he dado al meter la cabeza en el tambor.Ahora, con una tirita en la frente como Alí después de un combate, la camiseta blanca con manchas rojas y un calcetín azul y otro amarillo parezco salida del circo de los horrores.
Así es como estoy pasando las semanas desde que regresé del viaje.

Aún estoy intentando volver a la realidad pero se me hace increíblemente difícil.

Ayer, acurrucada entre las sábanas, me giré para abrazar a Yago y en el momento en que mi brazo se levantaba por encima de su cadera directo a rodearle el torso, se me apareció Moritz (el de los ojos azules)y como un resorte o como dos polos positivos que se repelan, me aparté, helada en mis pensamientos, hasta la punta más alejada del metro cincuenta que hace la cama.

Me asusté a mi misma pensando en eso. Me asusté por no haberme asustado antes. Por haber dejado que el bastardo tiempo parara nuestros relojes en aquel Clio que nos conducía lejos de todos para estar solos.
Nos fuimos a unas ruinas de la guerra y, ahora veo, que el paralelismo acojona cuando coge énfasis y me lleva a la ruina de mi vida.
Me asusto al pensar que no paré a esos malditos ojos que me removieron hasta las costillas flotantes, y aún peor, no tuve miedo de encontrarme en medio de la noche entre las manos de un desconocido sin pensar que aquí el tiempo no se había parado y que Yago seguía pensando en mi.

De verdad fui capaz de aterrizar en el aeropuerto y besarle con los mismos labios que pocas horas antes se despedían de otros.

Me asusto al pensar que no tengo ni el menor remordimiento.

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